Las literaturas grecolatinas
forman parte de la cultura occidental desde la Edad Media hasta nuestros días.
No se puede concebir el panorama literario actual ni la historia del mismo sin
tener presentes las obras gestadas en la Antigüedad. De ellas en su origen y de
sus continuas lecturas se nutre gran parte del ideario colectivo literario. Los
clásicos, como reconocía Calvino, son «libros que ejercen una influencia
particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden
en los pliegues de la memoria mitetizándose con el inconsciente colectivo e
individual.
Eliot reconoce la
importancia de la permanencia de la tradición, y llega a aseverar –siguiendo
los preceptos de las poéticas clásicas– que es una de las características que
debe poseer el poeta:
Ningún
poeta, ningún artista, posee la totalidad de su propio significado. Su
significado, su apreciación, es la apreciación de su relación con los poetas y
artistas muertos. No se le puede valorar por sí sólo; se le debe ubicar, con
fines de contraste y comparación, entre los muertos, y esto lo propongo como un
principio de crítica no meramente histórica, sino estética.
Aunque durante la Edad Media se practicó, en rigor, una intensa
y, a su modo, creativa imitación del legado grecolatino, es en los siglo XVI y
XVII cuando esta imitatio se produce desde la
profunda conciencia de salto, de ruptura y recuperación. Esto se produce en
gran medida por la valoración negativa, en cierta manera prejuiciada, que el
Humanismo tiene de los “siglos oscuros” medievales (con todo, puede verse ya
una marcada conciencia de salto cultural en la afirmación que Juan de Salisbury
atribuye a Bernardo de Chartres: quasi nanos, gigantium humeris
insidentes). Desde el Renacimiento la literatura latina fue
concebida como modelo a seguir o imitar.
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